Franklin Pezzuti Dyer

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La hidra

¡Póbre Hércules! Camina angustiada por la vereda a través del campo yermo. Su piel de león colga flojamente en sus hombros y arrastra por el barro. Durante sus paseos, típicamente fija su mirada en un objecto en la lontananza y lo sigue hasta pasarlo, y luego busca otro punto de referencia - así puede pasar caminando horas que parecen minutos - pero ahora tiene la cabeza agachada, pues no vale mirar hacia adelante en un día tan nebuloso. Está rumbo a los pantanos de Lerna, y allí le espera una culebra monstruosa que debe matar. Es la segunda de diez tareas necesarias para ganar la inmortalidad.

Acaba de despertarse de un ensueño recurrente: convivir una eternidad con los dioses en el Monte Olimpo, gozando pláticas y diversiones en plazas celestes, compartiendo el cielo con el búho sabio y el fénix granate, creciéndose la sabiduría de más en más. Tan pronto que la fantasía se esfuma, le pica un remordimiento agudo al recordar que una serie de cometidos inverosímiles lo separan de su ilusión. Que el sepa, las ocho faenas siguientes serán aún más imposibles que lo que está a punto de enfrentar.

Él sabe que o va a alcanzar la inmortalidad o quedará mortal y eventualmente morirá como la mayoría de los hombres. También reconoce que el segundo no es tan horrendo. Sería ufano menospreciar la vida por no ser inmortal, pues la mayoría de sus amigos y conocidos tendrán que conformarse con una vida finita. De hecho, probablemente sufriría menos si no hubiera recibido ninguna oferta de divinidad.

En una ocasión, Hércules se dio cuenta de esto, y decidió aceptar como hecho que no tendría éxito, para no padecer una y otra vez el desengaño venenoso de perderse en fantasía y dolorosamente despertarse. Pero si las Moiras ya habían fijado que iba a acabar vencido, ¿por qué no simplemente dejar esas tareas inútiles? La única resolución razonable sería rendirse para no desperdiciar esfuerzo en una misión condenada. Por otro lado, si realmente era capaz de conseguirla, darse por vencido significaría la pérdida de una oportunidad increíble, y esa posibilidad era inaceptable. Así que, no podía conseguir confianza en el éxito ni la certeza de ya haberse rendido. Ahora se encuentra en el mismo limbo penoso que antes.

De pronto llega a una cabaña humilde al lado del sendero. Un viejo encorvado, que saluda ligeramente a Hércules, poda unos árboles muy bajos que rodean la casita. Los ha escamondado tanto que ni un vástago desvía del tronco y cada arbusto no es más que una sola rama esquelética con unas hojitas a lo largo.

— Hombre, va a matar esos pobres arbolitos con sus tijeras.
— Pues todavía sobreviven - dice el anciano con una sonrisa. - Si los dejo multiplicar desenfrenadamente, se me vuelve demasiado abrumante preocuparme de ellos.
— Seguramente he pasado por tantos cruces que ya estoy totalmente perdido, pero ¿es que este camino lleva a Lerna?
— Sí. ¿Qué piensa usted hacer allí?
— Intento matar a la hidra de Lerna. Es una bestia feroz. Probablemente moriré, pero he de probarlo.
El viejo pestañea cansadamente.
— ¿Sabe usted que ese monstruo tiene muchas cabezas? - sigue el héroe. - Hay que atacarlo con cuidado. Si se enfoca en una sola cabeza la otra se le acerca sigilosamente y pega un mordisco y ya. Hay que luchar contra todas a la vez.
— Mm, qué bestia tan feroz.
— ¿Es que usted no conoce a la hidra?
— Hace mucho que vivo en esa casa, y sólo conozco a la gente que anda por esta calle de vez en cuando, así que no sé de los monstruos ni los héroes. Mejor así, digo yo. Mejor que un hombre de mi edad sepa qué pasará mañana, y el día después, sin preocuparse de hidras y tal.

Sigue con la cizalla, y capullos verdes y puntas de ramitas que no llegarán a estirar jamás tapan el suelo. Hércules lo mira por un momento antes de reanudar su marcha acongojada.

La tierra se convierte lentamente en lodo blando y cenagoso, y mientras más se acerca, más crece su ansiedad. Ve el primer árbol verdadero que ha visto en millas, cuyo tronco bifurca en dos menos gruesos, que explotan en dos lóbulos enormes compuestos de redes de ramas rastreras y negras. Los árboles aparecen cada vez más frecuentemente, y la atmósfera caliginosa se vuelve cada vez más ahogante. Un hormigueo insoportable estalla en su pecho cuando recuerda que, en unas pocas horas, será resuelto. Pues, las Moiras ya han resuelto cuándo cortar su hilo de vida, sólo es que él todavía no ha descubierto su veredicto. Ni puede simplemente esperarlo pasivamente como la audiencia de una drama, sino tiene que llevarlo a cabo él mismo. Había sufrido de lo mismo justo antes de matar al león, y la angustia desapareció después, y aún habría desaparecido si saliera vencido. Pero este conocimiento no ayuda con el hormigueo que siente ahora mismo.

Ya en plena ciénaga, oye un siseo resonante que parece venir de todas direcciónes, aún de si mismo. No tiene miedo, pero un estremecimiento insoportable vibra dentro de él. Por fin empieza a divisar la silueta del serpiente a través de la niebla y las ramas bamboleantes. Parece tener cienes de cabezas. Se aproxima tiritando, y se percata de que sus ojos le han engañado, y que la mayoría de ellas no eran más que ramas. Sin embargo distingue no menos de cincuenta víboras ondulantes.

Sigue acercándose, y se da cuenta de que los árboles le han engañado otra vez, que por la niebla y su inquietud se le parecían a culebras delgadas. Al afrontar la bestia por fin, ve que no tiene cincuenta, ni diez, ni unas cuantas, sino una sola cabeza enorme.

—— FIN ——


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